(El hierro fundido, funde)
El hierro de los barrotes puede ser frío, como la manera impenetrable en que se le ordena. Las barras verticales, donde generalmente los prisioneros ponen sus manos para asomarse a un mundo lejano e idílico, terminan siendo un útil sostén, y las horizontales son el bastón de las primeras pues se encargan de endurecer una estructura que parece impenetrable.
Las celdas también son frías, porque es el mudo espacio que en poco tiempo logras calcular en proporciones cúbicas sin equivocarte.
El oído está siempre atento a los ruidos cuando estás en soledad como penitencia para sojuzgarte, hacerte doblar la cerviz.
Allá, a lo lejos, se siente el chirrear de las bisagras y la armazón de metales que cede. Luego vienen los carceleros y la intuición te dice con qué intención, porque ya lo habías calculado y te dices una y mil veces que no cederás. Entonces endureces tus convicciones con la misma furia y fortaleza de los barrotes, de las impenetrables paredes de hormigón.
Después vienen las esposas, tan frías y duras como los barrotes. Se cierran alrededor de las muñecas de las manos y una cadena férrea va desde ahí hasta los tobillos donde te aprisionan las piernas y recuerdas, de nuevo, a Martí en las calderas de San Lázaro, tan joven y valiente.
Sobreviene entonces esa mezcla de hierros que te redunda, que te hacen fuerte e impenetrable, y pueden pasar los años, los siglos, y estás ahí, a la altura de tus ideas, esas que ellos no entienden, no pueden entender porque les falta altura.
Pero los metales tienen la virtud de las moléculas comprimidas y trasmiten las espiritualidades a través de los barrotes, luego por las vigas que verticalizan las estructuras de hormigón y de ahí a las cercas de alambre punzante que hacen el ruedo a la tenebrosa institución.
Y los metales cantan allá afuera con la ayuda del viento y llevan ese grito prisionero en las entrañas a los cuatro puntos cardinales. Por los aires van los argumentos de los prisioneros férreos y se juntan en todos los continentes las voces que oyeron los reclamos, y se agrupan multitudes para exigir justicia, con las banderas y pancartas, en foros, por los medios dignos, esos que no se pliegan a las transnacionales de la desinformación y la mudez.
Por los vientos regresan las respuestas, entran a través de los alambres, pasan por las barras del hormigón fundido, luego a los hierros donde los prisioneros ponen sus manos y donde sienten endurecer su cuerpo, sus convicciones.
Es ahí donde el espacio de sus celdas se ensancha y el corazón se nutre. La verdad se abre paso cuanto más duras parezcan las barras que ponen para aprisionarla y por el contrario salen a la luz por medio de las mismas férreas estructuras concebidas para silenciarla.
Porque los hierros dejan de ser torpes cuando el calor de los hornos logran moldearlos y se hacen figuras con ellos: ángeles y flores. Es poesía, sincera y pura, lo que logra el calor.
Es así como llegan los versos, las cartas de amor a los seres queridos, los mensajes de aliento, los pasos tiernos por los tenebrosos caminos. Ahí está el verdadero horno que funde y no pueden apagar porque la energía la crearon ellos mismos sin saberlo.
Tal vez nada haga tanto ruido como el silencio.
Tal vez nada haga tanto quórum como las soledades.
¡Tanta oscuridad genera mucha luz!
“El que la estrella sin temor se ciñe,
¡Como que crea, crece!”