Para
los abuelos los nietos son hijos reeditados, la oportunidad de corregir
el tiro, la promesa de una vida continua y la dádiva doble de la
entrega.
Para los abuelos, entregarse, jugar con los hijos de sus hijos, es reafirmar su condición de padre desde una perspectiva diferente, por eso son más permisivos cuando abandonan el miedo al respeto como una mercancía retributiva o tal vez porque la vida, los achaques y la robustez de sus nietos les recuerda que no habrá tiempo para recompensas a su amor.
Los abuelos no son los padres fuertes que los nietos tienen como un referente a imitar, pero tal vez dejen una huella imborrable durante la infancia: esa misteriosa conexión que se establece entre las canas y el pelo ralo de los nietos, porque tienen al sillón como un espacio para rememorar los sueños que adquieren de pronto imagen de cuentos infantiles.
La vida enfrenta a los abuelos y los nietos con similitudes fisiológicas compartidas para que la unión sea perfecta y plena.
Ambos conversan sobre los dientes flojos, de una parte con la promesa de los venideros y de la otra con la gratitud por los que ya son de acrílico.
No requieren de la velocidad que les sobra a los padres y sienten una dependencia común a las mismas personas de su alrededor. Se consuelan y hasta justifican esas conductas que solo ellos pueden perdonar.
Sus comidas se parecen, al punto de poder intercambiarlas sin extrañar el condimento excesivo o la mucha sal. Son torpes para alcanzar los objetos y por eso reciben las mismas reprimendas en la mesa.
Descubren las palabras y le añaden nuevas luces con matices simpáticos porque hacen el tiempo para reparar en sutilezas que otros no advierten.
Lo que muchos no saben es que los abuelos, esos padres especiales, tienen la infancia de frente y los nietos son los únicos espejos en los que se miran con un apetito por la vida que casi nadie entiende.
Para los abuelos, entregarse, jugar con los hijos de sus hijos, es reafirmar su condición de padre desde una perspectiva diferente, por eso son más permisivos cuando abandonan el miedo al respeto como una mercancía retributiva o tal vez porque la vida, los achaques y la robustez de sus nietos les recuerda que no habrá tiempo para recompensas a su amor.
Los abuelos no son los padres fuertes que los nietos tienen como un referente a imitar, pero tal vez dejen una huella imborrable durante la infancia: esa misteriosa conexión que se establece entre las canas y el pelo ralo de los nietos, porque tienen al sillón como un espacio para rememorar los sueños que adquieren de pronto imagen de cuentos infantiles.
La vida enfrenta a los abuelos y los nietos con similitudes fisiológicas compartidas para que la unión sea perfecta y plena.
Ambos conversan sobre los dientes flojos, de una parte con la promesa de los venideros y de la otra con la gratitud por los que ya son de acrílico.
No requieren de la velocidad que les sobra a los padres y sienten una dependencia común a las mismas personas de su alrededor. Se consuelan y hasta justifican esas conductas que solo ellos pueden perdonar.
Sus comidas se parecen, al punto de poder intercambiarlas sin extrañar el condimento excesivo o la mucha sal. Son torpes para alcanzar los objetos y por eso reciben las mismas reprimendas en la mesa.
Descubren las palabras y le añaden nuevas luces con matices simpáticos porque hacen el tiempo para reparar en sutilezas que otros no advierten.
Lo que muchos no saben es que los abuelos, esos padres especiales, tienen la infancia de frente y los nietos son los únicos espejos en los que se miran con un apetito por la vida que casi nadie entiende.