Madre, tronco perfecto de la procreación humana. Sumas de mí y de todos, alianza de la virtud. No quiero repetir lo de otros que te han venerado con su corazón, deseo hacerlo con el mío, hijo del tuyo, parte del todo.
De pleno goce viajé en tu vientre hasta que el momento fecundo abrió los horizontes para que yo viera la luz, y tú me diste de tus pechos, acariciaste mi rostro ensangrentado y pernoctaste mis fiebres.
De tu mano caminé, dije mis primeras palabras mirándote los labios, esos que noche tras noche me besaron antes y después de dormir. Ocultaste mis defectos, engrandeciste mis virtudes, sin el malsano afán de ponerme en un pedestal para que me vieran otros, sino como evidencia de ese amor tan tierno y fecundo. Aprendí con eso a repetir tus actos, a ser mejor en cualquier empeño, no para minimizar a otros, sino para compensar, de alguna forma, los esfuerzos tuyos por erguirme.
Madre eterna y fecunda parece redundancia. No se puede ser lo primero sin sumar las dos palabras postreras. No se puede tenerla sólo por la benevolencia de esos ojos que se cierran cuando la luz le resulta intensa. Hemos de sopesarla en la pulcritud del amor, que todo lo puede y todo lo tolera.
Tejiste mis primeros trajes con tus dedos virtuosos y tiernos, hiciste lo mismo con mi porvenir, muchas veces con el insomne de un papá tan lejos, allá por irredentas montañas, recogiendo amaneceres.
De la humilde mesa me diste la mejor parte, ¿cómo no hacer lo mismo dándote igual de mí?
Me dicen, los que no saben verte con el latir insistente de mi costado, que ya no estás; me explican tu ida triste después de sortear hospitales y yo no entiendo, no quiero ni puedo hacerlo. La ida no es tal si estás aún conmigo: en mis sueños, en mis desvelos por tus nietos, en la eterna gloria de ser parte tuya. Gracias a ti me siento mejor padre.
