Por Carlos Velázquez Hernández.
En banderas, en el pecho principalmente de jóvenes anda la imagen del Che, durante manifestaciones multitudinarias para exigir redenciones. Es como el estandarte de una lucha que no tiene espera.
Puede verse, además, en el mármol y en el bronce, esculpido de tal manera que convoca al combate constantemente y se le sitúa en plazas, donde las palomas merodean, y donde los niños corretean del brazo de sus abuelos o padres.
Otros llevan al Che en un lugar íntimo, tatuado en el hombro izquierdo, para no dejar dudas de la orientación política. Lo cierto es que de una manera callada sobrevive en la piel y por ese conducto llega al corazón de tantos, a través de los macizos conductos venosos.
Los niños de primaria, en Cuba, cada mañana lo invocan con la palma de la mano en la frente como si su imagen estuviera entre ellos.
Puerto Padre tiene la Cátedra Ernesto Che Guevara, integrada por destacadas personalidades de la intelectualidad local y también por gente humilde, de esas que poco hablan y mucho hacen por un mundo mejor.
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Lo cierto es que en cada aniversario de su caída en combate o cuando recordamos su nacimiento, allá en Rosario, Argentina, el Che es una figura para estudiar profundamente, porque se suman en él las virtudes del hombre nuevo.
En suma, nunca lo recordamos caído, sino alzado sobre su propia figura y lo hace con tal vigor que trae tras de sí a todas las personas que hoy sueñan con un futuro mejor.
